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OPINIÓN
ÁNGEL CASTIÑEIRA Y JOSEP. M. LOZANO, profesores de Esade

LA SOCIEDAD SE PERCIBE como un mecanismo equilibrador de nuestro déficit afectivo que permite recrear la participación societaria
La cultura del yo
ÁNGEL CASTIÑEIRA Y JOSEP M. LOZANO
La Vanguardia - - 03.00 horas - 30/05/2002

AVALLONE
El individualismo y el rechazo del excesivo intervencionismo del Estado se confirman hoy como dos grandes tendencias de Occidente. El individuo parece gozar de todos los elementos de una auténtica cultura del yo: más educación, mayor nivel de vida, más democratización, mayor autorrealización de la mujer, etcétera. En este contexto, la cultura del yo acarrea un cierto alejamiento de la esfera pública y una afirmación de los ámbitos íntimos de realización individual.

Estos cambios tienen consecuencias directas sobre la sociedad. Con el individualismo se acentúa la autonomía del sujeto, que se independiza a su vez de la comunidad tradicional, incluso se facilita el cultivo de una cierta personalidad narcisista. Con lo cual, la sociedad deja de ser el marco de convivencia evidente sin el que la vida humana era impensable. Las ventajas de la cultura del yo pueden comportar, sin embargo, nuevos inconvenientes, como el aislamiento, la atomización o la dificultad de establecer relaciones profundas. Justo en el momento en que disponemos de más formas de comunicación también es posible que tengamos menos cosas que decirnos. Kenneth Gergen lo describe así: "Es arduo hacer lugar a tales encuentros cuando uno se lleva trabajo a casa prácticamente todas las noches, sabe que tiene que hacer más ejercicio físico, debe visitar a sus padres el fin de semana, su esposa y sus hijos le reclaman que pase con ellos más tiempo y de mejor talante, su indumentaria debe ser urgentemente renovada, el grupo de apoyo al que concurre le absorbe la tarde de los jueves, y aún tiene numerosos libros, partidos, conciertos o exposiciones que no querría perderse por nada del mundo". Por eso, el distanciamiento moderno de la sociedad puede representar, a corto plazo, el retorno posmoderno a ésta. Nos independizamos en su día de algunos grupos intermedios y de determinadas asociaciones con el objetivo de ganar mayor espacio vital personal.

Puede que ahora estemos retornando a ellos, a la búsqueda de remedios contra nuevos problemas, como por ejemplo la pérdida de integración personal, el restablecimiento de una mínima moral pública, la superación del sentimiento de anonimato o la necesidad de apoyo emocional. Las redes sociales vuelven a ser vistas como un salvoconducto válido para poder transitar con garantías entre nuestra privatización y el desierto vital del mercado y la administración.

Sin embargo, cometeríamos un error si pensáramos que ese "retorno" a lo social es algo así como un "déjà vu". Una vez que los individuos modernos se han liberado del viejo colectivismo y de la exigencia de solidaridad orgánica que de él se derivaba, no repiten los esquemas de integración del pasado. Ahora, la sociedad se percibe como un mecanismo equilibrador de nuestro déficit afectivo que permite recrear la participación societaria. En esta nueva etapa individualista hemos dejado atrás aquella visión altruista de nuestro compromiso social. Ahora la gente se asocia por la importancia y la necesidad de tener cuidado mutuo, cultivar la disposición a la escucha recíproca, reconocer nuestra interdependencia. Es una donación cargada de exigencias de reciprocidad. Queremos atender y ser atendidos con un alto grado de expectativas personales. Queremos reconstruir la comunidad sin perder el énfasis en la individualidad, seguir formando parte de un colectivo pero sin diluirnos como sujetos. Por ese motivo, los procesos de resocialización se nos presentan como equívocos: el voluntario no aspira (tan sólo) a ayudar sino también a sentirse reconocido; el militante de una ONG no pretende (tan sólo) transformar el mundo, sino también autorrealizarse viviendo la aventura de una experiencia internacional. La abnegación del yo, la hipoteca vital en nombre de una causa o de los otros desaparece como valor cívico. No es extraño que nos guste más hablar de voluntariado (lo que pone el acento en el sujeto) que de compromiso asociativo (lo que pone el acento en la causa a la que se vincula).

Por ese motivo, la detección de los cambios de valores es hoy tan importante, tanto para las estrategias de las organizaciones sociales como para la supervivencia de la propia sociedad. Ésta puede desaparecer como cuerpo intermedio significativo entre el individuo y el Estado. Un individualismo focalizado tan sólo en el punto de mira de la autosatisfacción puede tener consecuencias desastrosas porque nos desvincula de los asuntos públicos y diluye nuestra vocación cívica. Nuestro futuro compartido pasa, pues, por el desarrollo de nuevas concepciones del individuo y de la sociedad que intenten conciliar autointerés y participación asociativa, realización personal y compromiso colectivo, gratificación individual y civilidad. Esto nos va a obligar a una cierta tarea de reeducación. El aprendizaje del oficio de la ciudadanía en tiempos de malestar social (emergencia de la extrema derecha, violencia en los estadios, crisis de la educación secundaria, rechazo a la inmigración, proliferación de movimientos antisistema) no se obtiene tan sólo a través de la resolución de las injusticias, sino recomponiendo también los espacios de intersección entre el yo y el nosotros, entre el interés y el altruismo, entre derechos y deberes, entre la retórica sobre los valores y las prácticas cotidianas. La modernidad fue una liberación del yo frente a la imposición de la cultura del nosotros. La posmoderna cultura del yo está necesitando con urgencia resolver un problema de orfandad.




[Jueves, 30 de mayo de 2002]



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